Era un ser furtivo. Vivía para la literatura, cruzando el mundo -y la vida- lateralmente.
De joven fue conservador. De grande, se mostró más proclive a las figuras y los movimientos transgresores, pero esa postura iniciática definiría su perfil social.
Escribió narraciones y poemas, de lo que dan cuenta sus libros: “Los años de un día” (1967), “Diario de un vidente”(1980), “Fogatas de otoño” (1984), y los poemarios “Cantos olvidados” (1999) y “En esta casa ya no caben los muertos” (2001).
Fue docente, en la universidad fugazmente y por muchos años en institutos terciarios de San Nicolás -de dónde era oriundo-y de Rosario.
Cultivó relaciones literarias de las que se sentía orgulloso, con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, por ejemplo,o con Alejandra Pizarnik.
“El refugio de los ángeles” (1973) le reportó un módico reconocimiento en los cenáculos capitalinos, lo cual no es poco para un escritor del interior. El libro fue publicado por el Centro Editor de América Latina,
Lo caracterizaba una sensibilidad excesiva, que podía alejarlo de conocidos y desconocidos. Su mundo era un mundo personal, imaginario, donde había lugar para los libros y para los videntes, ya no como seres de ficción sino como personas reales.
Lo mágico, lo fantástico, lo oculto, eran dimensiones de ese territorio personal en el que las palabras -propias o ajenas- no eran más que símbolos que remitían a una realidad en definitiva supra-sensible.
Pese a ello, no era religioso, al menos en el sentido de creyente. Era, más bien, un místico, que se conectaba con deidades múltiples.
Murió, hace pocas semanas, de la forma en que había vivido: con sigilo, con retracción, acaso con no buscado abandono.
Se llamaba Alberto Lagunas.
Roberto Retamoso
Una vez le dije a una profesora que lo más parecido a un Quijote que yo había conocido, era este hombre viejo,hermoso y delirante. Ella me dijo que tenía razón.
Fui sin dudas afortunada en conocerlo y no voy a hacer más que extrañarlo.
A las pocas semanas de enterarme de su muerte tuve un sueño: Alberto, tan cinéfilo como era en vida, salía de ver una película del cine Radar (que en el sueño pervivía) y yo me lo encontraba a la salida. Entonces le pregunto: “¿Y, qué tal la muerte, Alberto?” Y él me dice, risueño: “¡Bien! Nada del otro mundo.”